Andrés Amaya
Hace tres años comencé a trabajar en Las Grandes Alamedas, un proyecto artístico-social con el cuál busco democratizar el uso del lenguaje fotográfico, en comunidades en situación de vulnerabilidad, como una herramienta que les permita entender y procesar sus historias. Han sido tantas experiencias y aprendizajes, que quiero relatar y compartir el proceso vivido desde una narrativa personal.
Comencé a desarrollar una obra con la que pretendía invitar a los espectadores, a que se dejaran llevar por la curiosidad y miraran con detenimiento. Esto les permitiría ver realidades ocultas en cada una de las piezas. Compartí el resultado inicial con algunos amigos y este proceso dialógico, hizo que surgiera la pregunta que daría inicio a este proyecto. ¿Usted qué quiere lograr con esta obra?
Buscando una respuesta a esta pregunta, recordé el potencial que tenía la fotografía como una herramienta de cambio social. Años atrás había trabajado en el programa 40X40 de la Alcaldía Mayor de Bogotá, en una estrategia implementada para aumentar la jornada completa en los colegios distritales. Esto me llevó a diseñar un taller de fotografía y comenzar a buscar recursos para llevarlo a diferentes municipios de Colombia. Está sería la forma en la que esas realidades ocultas, saldrían a la luz.
Fui contratado por una empresa para desarrollar el taller en El Llanito, Santander, como parte de su estrategia de responsabilidad social empresarial. Un taller enfocado en composición y narrativa fotográfica, en el que, quince estudiantes, recorrerían las calles del corregimiento para documentar su entorno. Los participantes fueron seleccionados por la rectora de la escuela, como un premio por el buen desempeño y comportamiento. Antes de hacer la introducción al taller, les entregué las cámaras. Comenzaron a tomarse fotos entre ellos.
Después de hacer la introducción, de lo que estaríamos haciendo las siguientes dos semanas, hicimos dos ejercicios con los que me gusta comenzar todos los talleres. El primero, el Abecedario fotográfico, en el que deben buscar formas que representen las diferentes letras. Este ejercicio los motiva a encontrar detalles ocultos en su cotidianidad utilizando la creatividad y fijándose en el detalle. El segundo, la Docena creativa, en el que deben tomar 12 fotografías completamente diferentes, con una sola condición, todas las tienen que tomar en el mismo punto en el que toman la primera foto, no se pueden desplazar.
La clase estaba dividida en tres partes. En la primera se hacía una muestra de una pequeña selección (una o dos fotos por participante) del trabajo realizado la clase anterior. Con esta actividad busco fomentar la expresividad oral en los participantes y afianzar y repasar los conceptos trabajados. Después la explicación de los temas del día y al final, la mayor parte de la clase, una salida a tomar fotos en la comunidad. Son los participantes los encargados de elegir cuál será el recorrido que vamos a hacer cada día. Decisiones tomadas en grupo a través del diálogo.
Las cámaras en sus manos comienzan a surtir su efecto. Rompen con lo establecido y ellos se convierten en turistas de su realidad. Es un corregimiento muy pequeño en el que todos se conocen y las relaciones entre las personas son muy cordiales. Interactúan con sus vecinos, sus familiares, sus amigos e incluso con los desconocidos. Con el tiempo, cada vez más, la cámara los empodera y los sumerge en ese nuevo rol que están desempeñando en su comunidad; la confianza aflora. Sin ningún problema, hacen parar a las personas que ven en la calle, los hacen posar y les toman una foto. A veces uno, a veces todos. Se comienzan a generar nuevas dinámicas de relacionamiento entre ellos y su comunidad. Los gestos y las poses que reciben son completamente auténticos y sinceros.
Me senté con cada uno de ellos individualmente para hacer una revisión de las fotografías que cada uno había tomado y creamos una historia, compuesta por cuatro fotografías, que haría parte de la exposición final. La exposición, que gracias al apoyo de la empresa contó con carpas, música y comida, estuvo muy concurrida. Las personas comenzaron a reconocerse en las fotos que se estaban exhibiendo. Sus familiares y amigos. Ellos eran el centro de atención. La gente se comenzó a tomar fotos junto a los artistas, a reconocer la calidad del trabajo obtenido y se vieron interesados en las historias que cada uno de ellos había construido. Al final, cada uno de ellos se llevó sus fotos a casa. El resultado del taller fue absolutamente satisfactorio.
Esta experiencia reafirmo en mí, el potencial social que tiene la fotografía y me animó a seguir adelante con el proyecto. Buscaría nuevas comunidades y empresas para replicar lo vivido. Este proceso se vio interrumpido por el decreto de la emergencia sanitaria por el coronavirus. El proyecto estaba detenido.
En medio de la reapertura que se comenzó a dar en Colombia durante el 2021, llego al barrio Egipto, en el centro de Bogotá, para tomarle unas fotos a unos líderes comunitarios, para promocionar nuevamente los recorridos turísticos que hacían en el barrio. Me pareció una buena oportunidad para replicar el taller, así que les propuse hacer este taller con los niños del barrio. A los 15 días estaba de regreso, con una versión modificada del taller y las cámaras. El taller estuvo compuesto por 8 participantes, cuatro niños, dos niñas y dos adultos.
Imprimí unas guías con los contenidos para cada uno y se las entregué, no teníamos donde proyectar. La revisión de las imágenes al inicio de la clase había sido descartada. Era un espacio mucho más pequeño. El barrio está dividido en cuatro fronteras invisibles. Ellos están en el territorio más pequeño. Recorrimos todo el territorio el primer día. Era un ambiente mucho más hostil y la pandemia todavía estaba muy reciente.
Quería que el efecto de empoderamiento y confianza que había generado la cámara durante las clases se extendiera, que el acto fotográfico no se limitara a las horas de clase y tuvieran la oportunidad de fotografiar su cotidianidad. Para esto decido dejar una cámara en cada una de las casas. Las fotos comienzan a ser mucho más íntimas, más personales.
Desafortunadamente, por diferentes razones, no pudimos realizar la exposición final. Imprimí algunas de las fotos que habían tomado y se las llevé. Seguí en contacto con la comunidad y desarrollando otro proyecto para ayudarles a conseguir recursos mientras los turistas volvían a aparecer.
Cada vez estaba más convencido del potencial y el alcance que tenía Las Grandes Alamedas. La reapertura y el regreso gradual a la “normalidad”, me motivó a seguir adelante con el proyecto. Con la ayuda de un amigo, me pongo en contacto con Ifi, la directora de una escuela de teatro en Quibdó, la capital del departamento de Chocó, en el pacífico colombiano. Desde la primera reunión las cosas fluyen y lo que iba a ser un taller, se convierte en un viaje de un mes; cuatro talleres en diferentes comunidades. Andagoya, Istmina, La Molana y Quibdó.
Me propuse hacer un taller más completo y profundo de lo que había hecho hasta el momento. Un taller interdisciplinario, en el que la literatura y la música, serían puestas al servicio de la fotografía. El fracaso era inminente. Todo lo había imaginado desde la distancia, la ignorancia y la comodidad de mi hogar. Fue un proceso lleno de retos y enseñanzas.
El primer destino fue Andagoya. Le presenté el proyecto a diferentes lideres comunitarios y cada uno se comprometió con una cantidad de participantes. Tal como lo habían prometido, el primer día de clase había más niños que cámaras. Un grupo completamente heterogéneo. Nuevamente, mientras entregué las cámaras, los que las iban recibiendo, hacían fotos de sus compañeros. Esta pequeña acción reflejó el tipo de relación que tenían unos con otros; dependiendo de quién tomaba la foto, lo recibían con alegría o lo percibían como una agresión.
Aunque se formó un grupo base, todos los días llegaban nuevos integrantes que nos acompañaban por uno o dos días. El taller vuelve a su estructura de tres etapas. Hago mucho hincapié en que se den cuenta que la calidad de las fotos es la misma, que lo importante en el proceso que estamos haciendo no es la cámara sino las intenciones y las decisiones de la persona que la está usando.
Al tercer día me doy cuenta que la reacción que me había imaginado mientras diseñaba el taller nunca llegaría. Debía dejar la rigidez. Adaptar el taller al contexto en el que estaba siendo dictado. Para esto fue muy importante ver, oír e interactuar con diferentes personas de la comunidad. Desde este día el taller se fue adaptando a los diferentes contextos en los diferentes destinos.
Algunos comenzaron a empoderarse, a interrumpir a los transeúntes para tomarles una foto. No todos estaban igual de entusiasmados ni interesados, pero eso no impedía su asistencia todos los días. Después me enteraría que iban a la clase por el refrigerio o porque no tenían nada más que hacer y este era un espacio para salir de esa monotonía.
Con el recuerdo aún vivo del resultado de la exposición en El Llanito, los incito a que inviten a sus familiares y amigos a la exposición. Era el espacio y la oportunidad para mostrar las fotos que habían tomado. Aún no sé cuál fue la razón, pero nadie llegó. Ellos estaban felices con sus fotos.
El siguiente destino fue Istmina, mucho más grande y urbanizado que Andagoya. La edad de los participantes de este grupo era más homogénea, además, todos eran amigos del barrio. Esto se vio reflejado durante el taller. Se sentía una mayor libertad por parte de ellos para participar, dar respuestas sinceras y expresarse con más facilidad.
Escribí en uno de esos días: “Qué felicidad siento cuando disfrutan los ejercicios, recorriendo las mismas calles de siempre buscando algo que llame su atención. Cuando repiten orgullosos ¡Profe! ¡Profe! ¡Mire! ¡Esta es la ganadora!”. Aún no sé si fue el tamaño del grupo, la amistad que había en los participantes, o algún otro factor, que hasta el momento no es evidente, pero los ejercicios propuestos durante las clases fueron llevados a cabo con mucho más interés.
El día de la exposición ninguno llegó. Tomé la decisión de ir a su barrio y buscarlos para entregarles las fotos. Cuando los encontré, les hice entrega de sus fotos. La felicidad de ver las fotos impresas se hizo evidente en ellos. Me propusieron que en la tarde hiciéramos una última salida así ya se hubiera terminado el taller. Sin dudarlo les dije que sí. En la tarde me encontré con una invitación que no esperaba. Era de la gente de su barrio, querían que volvieran a tomar más fotos. Esta vez la disposición de las personas fue completamente diferente. Ver las fotos los motivó a posar y a abrir las puertas de sus casas. Creo que esa fue la exposición de ellos, mostrar sus fotos en el barrio y después ir a hacer lo que habían aprendido estos últimos días.
El siguiente destino fue La Molana, un corregimiento sobre el Río Atrato a unos 40 o 60 minutos, en buenas condiciones, en bote desde Quibdó. El más pequeño, aislado y menos desarrollado de todos. El más rural sin duda. Fui acompañado de un joven que estaba en la escuela de teatro, él era el enlace con la comunidad.
Este taller fue el más corto de todos por temas de desplazamiento. Esto hizo que el contenido del taller fuera modificado y enfocado en compartir con ellos diferentes consejos de composición. Me había dado cuenta que, para desarrollar de una mejor manera el contenido enfocado en narrativa, se necesitaba más tiempo.
Cuando les hice entrega de las cámaras y terminé la explicación, pasó algo muy curioso, yo desaparecí completamente para ellos. Eran muy herméticos, no daban espacio para iniciar ningún tipo de diálogo ni relación. Le mostraban las fotos a Carlos, el joven que me estaba acompañando.
Mantuve la estructura inicial del taller, todos los días para iniciar la clase haríamos la revisión de las fotografías tomadas el día anterior. Cada día comenzaron a llegar más niños y niñas, para mi sorpresa, no estaban interesados en el taller, simplemente querían ver la muestra fotográfica.
Durante la práctica, mientras los niños hacían fotos, un señor salió con un machete a insultar y amenazar a los niños. Me acerqué a él y le pregunté qué estaba pasando, en sus palabras, un hijueputica de esos le había estado tomando fotos; no supo decirme cuál fue. Este incidente destruyó el ánimo y la motivación del grupo. Después me enteraría que muchos de los mayores tienen problemas con los menores y este simplemente fue un acto de represalia. Los reuní y les pedí que no le hicieran fotos a nadie, ni tomaran fotos en dirección en donde hubiera alguna persona. Así terminó la clase.
El siguiente era el último día de clase. Yo aún seguía pensando en cómo recuperar al ánimo y la motivación. Me acordé del éxito que tuvo la carrera de observaciones que había hecho días atrás en Istmina y decidí hacer lo mismo. El ejercicio logró motivar nuevamente a los participantes. El resultado del taller se vio afectado por ese incidente. Es un taller en el que priman las fotos de la niñes.
Les pregunté si querían llevarse las fotos o si preferían pegarlas en la pared e invitar a las personas a que las vieran. La respuesta me sorprendió. Pegamos las fotos en la pared y salieron a invitar a sus amigos. Algunos adultos se asoman a ver el trabajo. Orgullosos comenzaron a reclamar la autoría de sus imágenes.
El último destino fue Quibdó, donde los participantes hacían parte de la escuela de teatro Mojiganga. Se hizo evidente el trabajo previo, la cercanía a las disciplinas artísticas, la apertura al diálogo y la disposición a realizar procesos más introspectivos. En ese momento, cuatro bandas estaban peleando por el territorio y la delincuencia común estaba desatada en la ciudad. El grupo y su contexto nuevamente modifican el taller.
Este, al ser el último taller, teniendo en cuenta las limitaciones de movilidad y los resultados obtenidos en el taller de Egipto, decido que se lleven las cámaras para sus casas. Les pido que en diez fotografías me cuenten sobre sus vidas. Al siguiente día serían expuestas. Yo, sin decirles nada, hice lo mismo. Todos nos presentamos a través de las imágenes. Haber hecho el ejercicio con ellos permitió una relación diferente a la obtenida en los otros talleres. Que ellos tuvieran las cámaras todo el tiempo, nos permitió realizar un proceso diferente. El taller dejó de estar enfocado en motivarlos a reconocer y recorrer su entorno de una manera diferente y se enfocó en realizar un trabajo más introspectivo y personal.
Al ser una ciudad mucho más grande que las otras, la reacción de las personas, mientras les tomaban una foto, dejó de ser tan amigable. Hicimos la exposición final en la casa de la escuela. Llegaron algunos de los padres, dos de ellas llevaron a sus hijos e invitaron a otros compañeros de la escuela. A diferencia de las otras esta exposición, el resultado expuesto en esta mucho más personal, en la que priman las fotos de sus familiares y de sus casas.
El tiempo y la distancia me permiten asimilar y procesar muchas cosas que se hicieron evidentes durante el viaje. Comprendo que con el taller que tenía diseñado no iba a generar el impacto que yo quería; no era más que una actividad de una semana. La necesidad de generar procesos más largos se hace imperativa. Gracias a este proceso de reflexión e introspección nace el proyecto Diré a Mi Gente: Historias para la construcción de paz y el reconocimiento de otras realidades, un proyecto que busca estimular el uso del lenguaje fotográfico en niños niñas y adolescentes, en situación de vulnerabilidad frente al reclutamiento forzado de menores, para que puedan procesar y contar sus historias. Un problema que ha azotado a Colombia durante más de 60 años que había disminuido gracias a los acuerdos de paz, pero por la pandemia, se ha aumentado nuevamente.